ROMANCE (Primera parte)
Desde que la conozco, siempre ha sido igual. Es cariñosa, afable, y siempre tiene palabras reconfortantes dentro de su corazón. No sé si sea una cuestión profesional o si por el contrario, realmente me dice lo que siente con sinceridad.
- Todos tienen sus habilidades –suele decirme con una delicada sonrisa en el rostro–. Puede que te resulte difícil verlas, pero no por ello dejaran de existir. Es cuestión de buscarlas.
Es de las poquísimas psicólogas que alguna vez ha llegado a entenderme de verdad. Ella no escucha con cara de complacida ni tampoco dice cosas bonitas por reglamento; no, ella realmente habla con la verdad y es sincera, algo que resulta muy difícil de hallar entre psicólogos hoy en día. Además, parece interesada en quién realmente soy, qué cosas realmente me gustan y me desagradan, no como ese imbécil con corbata que me decía:
- No puedes seguir gustando las mismas cosas si pretendes cambiar. Leer libros como los que lees y tender siempre al aislamiento no te llevara a ningún lado. Debes cambiar si quieres llegar a mejorar tu situación. Conocer gente, sonreír más, dejar de analizarlo todo.
Pero la psicóloga me dice:
- El problema no es quién eres, es lo que quieres. Tú podrías llegar a ser alguien muy grande en la vida, si tan solo empezases a querer cosas más grandes.
- No le entiendo –le confesé–. ¿Qué son esas cosas grandes de las que me habla?
- Pues eso depende de ti... yo no puedo decírtelo porque no soy tú. Dentro de ti encontraras algo grande qué perseguir y querer con todo el corazón.
Siempre ha sido muy buena conmigo. Hace parecer que la hora de sesión realmente no es una sesión ni que estoy hablando con una profesional, y hasta olvido a veces que pago por esas mierdas. Pero cuando lo recuerdo, la felicidad que me invade se trastoca en un asqueroso sentimiento de miseria. Simplemente terrible.
El otro día tuve una duda que hasta hoy me tiene fastidiado. Ella es muy bonita, pero no solamente yo tengo ojos. Seguramente otros la habrán visto también bonita, otros más guapos, más altos... menos... enfermos. Así que hoy le pregunté si estaba casada, y me respondió con un frío y rápido "no". Pero es fácil decir algo contrario a la verdad, así que debo comprobarlo.
Ha pasado casi tres horas en el café, charlando con una amiga que encontró a unas cuadras de aquí. De hecho, no estamos muy lejos del consultorio. El café donde está se llama "Rinconcito de la nostalgia", y hay el retrato de una vieja al lado. La tipografía es manuscrita y los colores reinantes de tonalidad oscura: café y azul. Al principio intenté leer el periódico pero me aburrían las noticias. A un hombre le aplastó la cabeza su carro por no colocar bien la gata, y otro murió apuñalado por su amante. Cosas realmente vulgares. Mi psicóloga solía decirme: "El mundo es violento y te exige que seas violento, pero no por ello debes serlo realmente". Me pregunto de qué estará hablando con su amiga. ¿Sería algo importante o es que no se veían en mucho tiempo? La imaginé hablando, sonriendo, viéndome y diciendo "Eres un buen hombre, Juan. Quizá no te lo digan, pero yo lo sé". Vaya tontería. Fantasías como estas son constantes mientras vigilas desde lejos a tu psicóloga, mujer a la cual conoces apenas dos meses y con la cual no tratas en lo más minino fuera de la hora remunerada. Finges que ella ni te interesa aunque mueras por dentro al contener un "necesito hablar más con usted" o un "no me deje solo". Luego, cuando te decides por segunda vez a golpear la puerta de su hogar y decirle: "la necesito", das un paso y sientes ganas de orinar. Te paralizas un instante, y huyes de ahí.
Está saliendo, ¡Dios mío! ¡Lo sabía! ¡Sabía que me mintió! ¡Me mintió profesionalmente! ¡Todos los malditos psicólogos son iguales! Aunque quizá sea lo mejor. No querrán decir algo de más a cualquier enfermo. Pero... pensé que... su mirada parecía manifestarme una sincera confianza... algo íntimo... algo inexistente. Porque allí está Él. Dijo que no pero allí está, ese "no" tiene barba, terno y lleva de la mano a otro "no" más pequeño. ¡Esto no puede ser! ¡Mierda! Justo cuando... ¡agh! Jamás debí llegar a confiar tanto en ella. A la final todos hacen de la confianza un arma contra mí mismo. Pero jamás pensé que ella me traicionaría. Pensé... pensé que era distinta. Estos dos meses fueron tan profundos que prácticamente la sentía como una conocida de años. Pero... saber que sólo yo... que sólo yo veía y sentía eso me aísla de ella de una forma que no es mesurable en metros. Le sonríe a él... pero no sonríe como lo hace conmigo, con esa sonrisa de plástico que todo psicólogo se pone junto a la bata para atender, no, era una sonrisa cálida, con dientes, familiar, algo totalmente desconocido para mí.
- Todos tenemos quién nos ame –suele decirme frecuentemente.
A mi Padre lo desprecio, y mi Madre me despreció. Al primero le dije "yo no tengo Padre" y nunca más volvimos a hablar. Murió a los dos meses. La segunda me dijo, "yo no tengo hijo" y nunca más volvimos a hablar. Murió al mes. Mi Padre se fue, y mi Madre me dejó con una tía que me hacía trabajar como ayudante de albañilería. Un día mi tía se emborrachó y se inyectó con el novio, y amenazó con matarme junto a él si no les entregaba mi sueldo del día para comprarse otros chutes. Tuve que huir de casa y me refugié en un albergue. A la final, mi tía y el novio gay me quitaron el dinero y me obligaron a largarme de ahí. Me cortaron la panza para mostrar que no se andaban con bromas. Aquí tengo la cicatriz. En el albergue conocí a una mujer que me ofreció trabajar en el área de limpieza en una empresa donde ella era gerente. Lo demás es una vida de trapear y barrer pisos durante doce años. Un caso biográfico excepcional, sin duda. La psicóloga me dijo alguna vez: "la ausencia de tu Padre y de tu Madre hace que no tengas rumbo fijo a dónde dirigirte, o que sea muy confuso plantearte uno". Yo le respondí: "Más bien me da la libertad de actuar con total ausencia de prejuicios y convicciones". Entonces recuerdo que entornó los ojos y anotó algo en su libreta. Recuerdo haberme sentido como un chimpancé destinado a la experimentación.
Finalmente se despidió de su amiga después de un poco de parloteo, y la psicóloga y su familia marcharon seguramente hacia el hogar que todos ellos compartían, sentándose a la noche a comer alrededor de la mesa, hablando de sus días, Él de su éxito, y ella de sus pacientes, ¿me habrá mencionado alguna vez? Lentamente y desde muy lejos los fui siguiendo cautelosamente. Tomaron un bus y se fueron. Me senté en el suelo a llorar y allí mismo me quedé dormido.
- No, no, no, no –decía alguien rápidamente–. No puedes dormir aquí. Yo duermo aquí. Tú no. Vamos, vete. No, no, no, no, no. Muévete –era un hombre viejo, miserable y apestoso. Con sus manos me golpeó duramente para que despertara.
- Duerme más allá –le dije fastidiado.
- No, no, no, no, no. Toda vereda mía. Yo duermo en toda la vereda. No, no, no, no. Que no, maldito, que no. Vamos –se calló por un momento y pensé que me dejaría en paz, cuando de pronto, ¡blam! Sentía mi cabeza caliente y el cuello mojado. Me quedé atolondrado por un momento hasta que volví a reaccionar. Aquel hombre me había roto la cabeza con una botella de vidrio. Y tenía más–. Vamos, fuera de mi vereda, mía. Fuera –y amenazó con golpearme pero no lo hizo al verme correr. Caminé hacia mi casa adolorido y con la visión seriamente afectada gracias a la sangre cayendo por mi rostro. Al llegar, me lavé la cara, el cabello, y me fui a dormir en un colchón que tenía en la sala (porque sala y dormitorio eran los mismos), para en pocas horas ir a trabajar barriendo y trapeando pisos.
●
- He pensado mucho en la mentira últimamente, ¿sabe? Lo fácil que es escuchar algo y creérselo. Pero no es culpa del engañado caer en la mentira, es culpa del mentiroso por falsear la realidad. ¿Qué opina usted de los mentirosos, doc?
- Creo que lo mismo que usted.
- ¿Y qué opino yo de los mentirosos?
- Supongo que le desagradarán, ¿no?
- No siempre. A veces es necesario ocultar cosas privadas a ojos amenazadores, yo lo entiendo. Y no me enojo por eso.
- ¿Quiere llegar a algún lado, Juan? –y entornó sus ojos, delatando la perspectiva analítica que empezaba a adoptar respecto a mis palabras.
- No, claro que no. Yo simplemente estoy hablando como siempre lo hago. Digo lo que se me ocurre.
Hubo un silencio prolongado e incómodo. Ella anotaba en su libreta y yo me sentía rojo de la vergüenza.
- ¿Temes ser engañado, Juan?
- Creo que todos tememos ser engañados, doc.
- En mi experiencia, puedo decirte que hay quienes prefieren ser engañados a que les digan la realidad como es.
- Yo no temo la realidad. Temo creer en una realidad que no es tal.
- Está bien equivocarse.
- Pero no una vida entera.
- ¿A qué se refiere?
- A veces creo que la naturaleza humana consiste en engañarnos a nosotros mismos para ajustarnos a una decisión que nos empujamos a realizar mediante el engaño. Por eso uno debe luchar contra su propia naturaleza... pero es difícil... muy difícil. Puede que quizá sea verdad lo que dice, doc. Quizá preferimos el engaño a la realidad. El engaño es más... humano que la verdad.
- Suena muy desesperado lo que dices.
- Pues hay casos desesperados –le dije. Ella sonrió de manera espontánea, ¿cálida, familiar? Había sido una sonrisa casi invisible a miradas indiferentes, de esas que no duran ni cinco segunods. Luego anotó algo en su libreta, y ahora me sentí como un chimpancé de experimentación recibiendo una croqueta como recompensa: la croqueta era su sonrisa.
La hora se acabó y yo le pedí: "¿Podemos charlar un poco más?", pero ella me respondió, muy amablemente, "lo lamento, Juan, pero tengo otros pacientes que tratar y ellos tampoco pueden esperar".
Otros pacientes... otros pacientes... yo: otro paciente. Sólo eso. Nada más. Paciente, enfermo, loco, usuario en tratamiento, otro simple y llano paciente, nada más.
Iré a emborracharme a la taberna hasta la inconsciencia, y luego, en la inconsciencia, la buscaré y será mía, aunque sea lo último que yo haga en mi vida.
Llego a la taberna, me instalo en una mesa apartada del bullicio, sacó mis tabacos y ordeno ron. Lo demás es ya una cuestión mecánica que radica en prender un cigarrillo, tomar un trago, apagar el cigarrillo y volver a encender otro, después el siguiente trago, y así...
Nadie me conoce ni nadie me habla. Únicamente el tendero conoce mi cara porque siempre vengo a este mismo bar y me siento en el mismo lugar de siempre. Lo del aislamiento ha sido un elemento en mí desde que tengo memoria. Confiar en alguien implica para mí un esfuerzo sobrehumano. Una vez tuve un amigo, fue en el albergue. Era un niño menor que yo. No conocía a sus padres porque habían muerto, o al menos, eso le decían todos. Luego me enteré por rumores externos, que realmente una enfermera ya muerta lo había encontrado en la basura recién nacido y llorando. Ella fue quien lo trajo y quien se encargó de él hasta su muerte. Cuando empecé a trabajar en el área de limpieza dejamos de frecuentarnos y poco a poco, lo olvidé y él a mí. Luego volvimos a encontrarnos, pero él no me reconoció y casi me mata con un destornillador. Estaba totalmente drogado y sólo quería dinero. Ni siquiera reconocía dónde estaba, los carros no le importaban, ni tampoco el hecho de estar cagado y orinado encima.
Poco a poco va llenándose el lugar de viejos borrachos y asalariados sedientos recién salidos de una exhaustiva jornada laboral. He visto a casi todos los usuarios frecuentes del lugar, sé que trabajan en Industrias Motores Fortaleza; sé dónde tienen sus respectivas y respectivos amantes; y también sé de aquellos profesores en el Colegio Independiente o Transformación que han abusado de sus alumnos y alumnas. Pero no me importa nada de eso, así que lo guardo en mí sin ninguna razón. Durante la segunda botella lo olvido y dejo de escuchar el bullicio aledaño, entonces la intensidad de su rostro va cobrando fuerza en mi memoria. El lunar que queda justo en medio de sus labios y la nariz. Las casi imperceptibles pecas en sus pómulos. Sus ojos miel, a veces oscuros. La ondulación de su liso cabello siempre cayéndole por el lado izquierdo del rostro, pocas veces por el lado derecho.
La tercera botella me reafirma en el proyecto dado que potencia mi imaginación respecto a la pre-visualización de mi objetivo ya conseguido; objetivo imaginado con mucho optimismo, cabe resaltar. El último trago de la tercera botella es fundamental, dado que si es el último trago de la noche es porque optaste por tomar la decisión que tomó tres botellas desarrollar; pero si por el contrario se vuelve el trago anterior a la cuarta botella, es porque prefieres no poder ni pararte y ser incapaz de llevar a cabo tu decisión. Me levanté y salí de la taberna.
La noche era fría y lúgubre. No había luna pero sí muchas nubes en el cielo, nubes grises y oscuras. Pronto llovería, pero no me importaba. Llegaría pese a la lluvia y los truenos. Entonces tocaría su puerta y finalmente podría confesarle: "te amo, doc, te amo".
Ahí estaba. Frente a su morada y a pocos pasos del timbre. No conocía su apartamento por dentro, pero me figuré que una ventana con la luz encendida era su morada, y allí estaba, sentada y leyendo alguna revista, quizá la Transego o la Independiente; yo apuesto que la Independiente (aunque se haga pasar por alguien que leería la Transego). Revisando alguna columna sobre psicología o mitología griega. Tenía una estatuilla de Atenea sobre su escritorio.
- Grandes mujeres las ha habido siempre –me dijo ella mientras yo veía con atención la estatuilla y sus detalles.
Me voy acercando a su hogar, poco a poco. Acerco mi mano, rozo el timbre, pero... no... siempre hay algo, siempre hay una barrera entre ella y mi persona, una distancia abismal que nos separa e impide nuestra conexión. Ella es madre, yo un simple enfermo: no interconectamos de ningún modo posible. De pronto, escucho el golpe de una puerta y unos gritos viriles. Entonces la veo salir y ella me ve allí, gritando un poquito al punto.
- ¿Pero qué...?
- Yo... yo necesito... –balbuceé.
- ¿Qué sucede, Isabel? –cuestionó su enorme marido, junto a ella.
- No... no es nada. Es...
- ¿Y ese quién es? – volvió a cuestionar, furioso, mientras se acercaba hacia la puerta.
- Yo sólo quería... quería hablar –dije espantado.
- ¿Y quién es este?
- Un cliente, Jorge, no le hagas nada.
- ¿Hablar? ¿Con quién querías hablar?
- Yo lo sien... no quería...
- Anda a hablar con tu familia, maldito enfermo. Esta es mi casa, no la tuya. ¿Cómo mierda estás aquí? ¿Fuiste tú, Isabel?
- No, yo no...
- ¡Hijo de puta! Entonces tú seguiste a mi esposa.
- Yo no... lo siento, no quería molestar.
- ¡Pues molestas, maldito depravado! Ya te voy a enseñar a no perseguir mujeres, hijo de perra –y aquella mole humana empezó a golpearme brutalmente mientras la psicóloga gritaba con desesperación "¡No le pegues, Jorge! No lo hagas. Él está mal. Déjalo, él no es normal".
Para cuando dijo esto, yo estaba en el suelo, sucio, con la ropa destrozada y ensangrentada. El marido se detuvo y sentenció finalmente:
- Si vuelvo a verte por aquí, te mato. Vámonos, Isabel –y se fueron. Ella marchó tras él, diciéndole que no estaba bien lo que había hecho. Me regresó a ver algunas veces con una mirada triste, como deseando consolarme con su solo brillar. Pero no hizo nada para ayudarme, no podía hacer nada. Él impedía nuestra asociación. Por fin pude verlo: había un tercer elemento que impedía nuestra unión. Y mientras dicho tercer elemento permaneciese, nosotros jamás podríamos estar juntos. Al verla marcharse estaba horrorizada y con los ojos lagrimosos. Ella no tenía la culpa de mi suerte. Ella no me hubiera agredido de ningún modo jamás. Fue él quien lo hizo todo. Ella no era mala, pero él merecía lo peor por su comportamiento. Si ella no podía hacerle frente, pues yo lo haría. Yo la rescataría. Por ahora, fracasé; pero no voy a dejar que las cosas se queden así. Él pagará por lo que hizo. Si no me vengué allí mismo, ya lo haré después, y todo será peor, sufrirá, llorará, y me pedirá que lo dejé ir, que lamenta lo que me hizo y que no lo volverá a hacer, que tenga compasión. Pero yo lo veré todo con orgullo y satisfacción, me beberé sus lágrimas con ron mientras lentamente lo veo morir.
Ahora me acostaré en la cama, y mañana por la mañana volveré a su casa, lo veré irse al trabajo y lo capturaré en el momento preciso como a un animal. Al caer dormido, soñé con mi infancia entre otros chicos. Recordé a un perro con el que todos los niños del barrio donde vivía mi tía solíamos jugar. Se llamaba Tom. Era un perro callejero que solía perseguir el balón de futbol mientras los demás jugábamos. A mí me agradaba mucho aquel perro, pero un día, después de perder un juego de futbol por su culpa, tomé un cuchillo de la cocina y salí al patio. Lo siguiente fue el grito vespertino de una niña apuntando hacia un bulto sanguinolento en la puerta del albergue. Era Tom, tenía las vísceras fuera y estaba sin ojos. Yo no dije nada y siempre fingí que aquello de matar perros, era horrible. Algo extraño sucedía entonces: en mi mente sonreía, pero mi rostro permanecía inmóvil.
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